Politizaciones del malestar

Visibilización, memoria, ritualización, intervención

Por Tania Alba

¿Qué tiene que decir el arte sobre el malestar?, ¿cómo puede incidir sobre él? Son cuestiones pertinentes ante la heterogénea exposición comisariada por Nora Ancarola, Daniel Gasol y Laia Manonelles Moner en Arts Santa Mònica, bajo el título «Polititzacions del malestar».

En El malestar en la cultura, Freud ofrecía una respuesta clara a estas cuestiones cuando se refería a la «ligera narcosis en que nos sumerge el arte». El goce del arte lo sitúa en la cima de las satisfacciones que la imaginación y la fantasía producen cuando recurrimos a ellas para huir de la realidad. El arte proporciona placer y consuelo y es, por tanto, un paliativo que la cultura nos ofrece para contrarrestar el mal(estar) que ella misma genera con sus prohibiciones y preceptos. Pese a la inclinación por el arte tanto en la vida como en la obra científica de Freud, lo considera insuficiente por la fugacidad de sus efectos. (*83)

Ese efecto narcotizante que no solo el arte —todavía hoy—, sino muchas otras herramientas de la cultura, pone a nuestra disposición es precisamente el que los trabajos que los diferentes artistas han presentado aquí en relación con la politización del malestar pretenden revertir. Pues el malestar no procede únicamente de la represión de los instintos —el precio que habría que pagar para disfrutar de las ventajas de la civilización—, sino del mismo seno de la cultura. De modo que las obras cuyo recorrido trazaré en estas páginas sobrepasan en su diversidad tanto aquel malestar derivado de la represión al que se refería Freud como aquella función «apaciguadora» del arte. Temas como la explotación —laboral, sexual—, la enfermedad y el dolor, el cuidado del otro, la inconsistencia de los ideales de la modernidad, la alteridad, etc., socavan su invisibilización por parte del discurso dominante para ser puestos de manifiesto mediante toda una serie de elaboraciones creativas —audiovisuales, fotográficas, performáticas, de archivo, instalativas.

Cabría en este punto traer a colación la interesante tesis del profesor de filosofía y artes visuales Larry Shiner en La invención del arte, según la cual la noción predominante actual del arte, basada en la autonomía estética y en su distinción de la artesanía, no es más que una invención cultural del siglo xviii, una construcción que se había ido preparando durante los siglos anteriores y que culmina en el sistema académico de las bellas artes bajo los ideales de la Ilustración. Aunque dedica la totalidad de su estudio a la argumentación de dicha «invención», menciona cómo esta «construcción histórica reciente (...) podría desaparecer en algún momento» (*84),  y cómo «si puede o no darse un tercer sistema del arte más allá del antiguo (*85), al cual ya no podemos retornar, y del moderno, que muchos luchan por superar, es una cuestión al mismo tiempo plausible y urgente» (*86).Podríamos plantear que propuestas como las que aquí tenemos apuntarían a ese «tercer sistema», una alternativa a las bellas artes —a las que, en cualquier caso, superarían— al reintegrarse aquellas en la vida, rehuir de la mera contemplación estética y, en lugar de ello, interpelar directamente a la sociedad con la intención de abrir brechas en ella e impulsar cambios a su alrededor.

En la relación entre arte y política, en tanto que aquel cuenta con intención crítica y voluntad de discurso, se han pronunciado ciertamente algunas reservas acerca de su efectividad. La distancia estética —respecto al objeto que representa— que la tradición moderna del arte había definido como condición sine qua non de la experiencia estética deviene uno de los mayores reparos en este sentido. Representar una realidad puede con ello alejarla del público. Tal y como observan Yayo Aznar y María Iñigo:

«El espectador puede compadecerlos tranquilamente a través de su imagen, de su fantasma sin necesidad de implicarse. Luego, puede hablar sobre el tema con un amigo y sentirse reconfortado, más humano, más comprensivo, más comprometido. Lo que no podrá nunca es sentir que forma parte de un proceso democrático radical de solución». (*87)

Pese a las dificultades que las obras analizadas en el artículo citado entrañan en este sentido, sus autoras concluyen con la necesidad de las intervenciones en el espacio público («forzosamente político»). Jaime Brihuega tiene una visión menos esperanzadora del arte político, y todavía más allá del alejamiento estético apunta a la «perversión estetizante de la condición política del arte» debida a su institucionalización, a su reintegración en la cultura hegemónica —contra la que se había pronunciado—, dando como resultado la neutralización de toda posibilidad crítica. Nos recuerda, al respecto, cómo la transgresión de las vanguardias artísticas no solo fue introducida en las instituciones culturales, sino que también fue transformada en producto de consumo. Y otras tantas transgresiones artísticas caen en el mero exhibicionismo inocuo. El autor otorga finalmente mayor efectividad subversiva a otro tipo de manifestaciones no necesariamente vinculadas con el arte, como las viñetas cómicas o la fotografía de denuncia. (*88)

En principio, la distancia estética del arte tiene lugar, en gran medida, gracias a la ficción que reelabora el objeto representado. El «fantasma» —por usar ahora el término utilizado por Aznar e Iñigo— o imagen en la que se transforma dotarían de irrealidad a aquello a lo que se alude. Ahora bien, la transformación que opera en la mayoría de las obras que aquí encontramos no consiste en la sublimación que convierte al producto resultante no solo en un objeto aceptado socialmente, sino también de mayor atractivo. Se trata, por el contrario, de la simbolización mediante la acción, la palabra, la imagen, que no da por resultado una pantalla que oculta la realidad desagradable que nos incitaría a apartar la mirada, sino que nos ofrece puntos de vista alternativos, aproximaciones diferentes a la realidad difícil de abordar y superar. Es de este modo que, en lugar de negarlo, hace visible el malestar, promueve el reconocimiento del espectador en aquello que se le muestra y, por tanto, deriva en una actitud más activa que la del mero contemplador. Como veremos, la incidencia en el contexto en que se producen es efectiva, y aunque se trate de pequeños espacios, no por ello es menor en importancia.

En definitiva, los trabajos de esta exposición, heterogéneos en los asuntos particulares que tratan, así como en los medios expresivos, rehúyen tanto la distancia respecto al malestar en el que se centran como el exhibicionismo. La creatividad en la base de los mismos no desemboca en un juego que se recrea en la fantasía; esto es, no nos dispone a fantasear para vivir virtualmente una experiencia que haga más llevadera la cotidianidad y acabar así reintegrándonos en ella, pero sí nos ofrece diferentes herramientas para afrontar el malestar. Del mismo modo, a diferencia de muchas de las vanguardias artísticas, no se proclama decididamente antiestética, aunque la experiencia tradicionalmente estética no sea su finalidad. Los lenguajes empleados no derivan en obras para ser consumidas (*89), sino que invitan a la reflexión, a compartir experiencias, a ritualizar procesos. La creatividad —no olvidemos que el concepto, aunque central en el arte, no es exclusivo del mismo— es lo que permite que se produzcan transformaciones. La creatividad permite imaginar alternativas y fantasearlas incluso antes de «pensarlas» de manera teórica. La creatividad genera utopías, abre nuevas perspectivas, permite diferentes «maneras de hacer mundos», tomando la expresión de Nelson Goodman.

Los diferentes trabajos se articulan en diversos ejes que apuntan a la politización del malestar y cuyos objetivos principales serían la visibilización, la recuperación de la memoria y su papel en la construcción de identidades, la ritualización y la intervención. Y, por supuesto, planea sobre todos ellos la reflexión a la que incitan, en tanto que se trata de obras que interpelan directamente al público. Visibilización de diferentes modalidades del malestar, presente y pasado, desde el dolor —psíquico y físico— experimentado como individual, particular, que solo compartiéndolo puede revelarse común, a la explotación en sus variadas vertientes. Malestar frente al que se proponen varias vías de confrontación, ya sea preparando la psique y los cuerpos mediante la ritualización, o bien a través de intervenciones en realidades determinadas que conducen a cambios a su alrededor.

Sobre el dolor, el performer y artista visual Carlos Pina muestra no-pain | zero-day | April 6th (19942016), una performance audiovisual con dos partes bien diferenciadas.

En la primera observamos el torso desnudo del artista tendido sobre una aglomeración de píldoras que se agitan mientras en su antebrazo extendido van apareciendo cortes cuya sangre, al manar, forman la expresión no pain. La segunda parte tiene lugar en el bosque, donde el artista esta vez afirma el dolor cuando escribe la palabra pain en varias ramas de árboles con lápiz de labios de color rojo. Contrariamente a lo que podríamos suponer al contemplar cómo la herida se abre ante nuestros ojos en la primera parte del vídeo, «no hay dolor» (no pain), si es que hacemos caso de lo que la incisión deja leer. No habría dolor porque nos respaldaría, literalmente, esa suerte de colchón elaborado con narcóticos sobre el que se encuentra, pasivo, el cuerpo del artista. Y, sin embargo, el dolor está ahí, persiste, tal y como el artista sostiene al reflexionar sobre sus performances. (*90)Esta primera parte del vídeo guarda resonancias con la máquina de la colonia penitenciaria, de Kafka (*91). Un mecanismo que mediante una serie de agujas, que avanzan con intensidad creciente, escribe la sentencia en la carne del condenado. La sentencia consiste invariablemente en la ley que el reo ha violado. De un modo similar, queda inscrito en la piel del artista uno de los imperativos más relevantes de la actualidad: «no hay dolor». En este caso, además, con la agitación de las evidencias que sustentan dicho mandato: fármacos de todas las formas y colores. Esta es una de las contradicciones de nuestra sociedad.

En la segunda parte del vídeo, el acto es ejercido —esta vez sin incisión— no hacia sí mismo, sino hacia ese otro simbolizado por la naturaleza: de este modo, ve (vemos) el dolor en el otro. Para complementar el audiovisual, el testimonio de esta acción es recogido por dos cajas que guardan, respectivamente, el lápiz de labios y la corteza del árbol que deja leer la inscripción.

La contraposición de las dos partes de la performance entronca con un proyecto anterior de la misma serie (no-body series). En el audiovisual ()versions () naturals, Carlos Pina golpea repetidamente una roca con un fuste, ata las ramas de unos árboles como si de extremidades orgánicas se tratase y vierte cera caliente sobre la arena para mostrarnos a continuación fotografías de su cuerpo con las marcas de haber sufrido dichas acciones en su propia carne, lo cual nos hace visualizar de manera clara cómo el dolor que infligimos al otro, por bien que pueda parecer inocuo —como si golpeáramos un objeto inerte— se produce efectivamente sobre un cuerpo sufriente.

Carlos Pina refiere claramente su propio dolor, su propia experiencia, pero con la intención de compartir, de fomentar la empatía. Elabora unas metáforas en las que los demás podamos, quizá, sentirnos reconocidos y comprender que el dolor y la enfermedad no nos afectan —en su experimentación, en el imperativo de silenciarlas y suprimirlas lo más rápidamente posible— de manera individual, sino colectiva. Reflexiona, así, no solo sobre el dolor, la enfermedad, la alienación del cuerpo, sino también sobre la percepción de los mismos por parte de la sociedad, una percepción que tiene consecuencias políticas y que, por tanto, es necesario transformar.

El modo óptimo de afrontar el dolor es el cuidado, tan necesario y sin embargo a menudo desapercibido y devaluado en su importancia. El cuidado del otro, y de uno mismo, es el tema de Antikeres (2010), de la artista visual Nora Ancarola y de la artista y galerista Marga Ximenez. El nombre de la obra remite a las Keres de la mitología grecorromana, genios femeninos de la muerte violenta y el destino (*92), pero revirtiendo su cometido y razón de ser: a falta de divinidades específicamente dedicadas al cuidado, las Antikeres serían las deidades invocadas por las artistas para revalorizarlo. Aunque la evocación del mito recreado —del mismo modo que las dos piezas anteriores de Ancarola y Ximenez que componen, culminando con Antikeres, la Triología de la privacidad (2004-2010)— (*93)  cuenta con un carácter simbólico acentuado por los lenguajes de la videocreación y la instalación, el mensaje es siempre concreto y contundente; los recursos utilizados sirven para ponerlo en primer plano y concederle toda su relevancia. Toda una serie de colaboradores del mundo del arte y la cultura fueron invitados a relatar su propia experiencia en relación con el cuidado —recibido, hacia los demás, hacia sí mismos—. Los testimonios fueron registrados en un audiovisual y las imágenes aportadas, expuestas como testimonio.

El cuidado es una práctica a menudo llevada a cabo en privado, no remunerada, no reconocida socialmente, y no obstante indispensable. El cuidado genera bienestar y es una muestra de amor tanto para quien lo ejerce como para quien lo recibe. Sin embargo, su escasa consideración conlleva a menudo la falta del apoyo necesario para llevarlo a cabo en condiciones óptimas, y esta carencia de medios revierte en malestar. El cuidado, así, se reivindica en Antikerescomo central y no al margen de la sociedad; se propone como la «nueva ética» necesaria en beneficio de la comunidad. Como sostiene Sílvia Muñoz d’Imbert:

«Si entendemos que el cuidado es una construcción social que puede aprenderse y desaprenderse, ¿por qué no convertir nuestra sociedad en una sociedad del cuidado? ¿Por qué no tener en cuenta el cuidado como elemento que convierta en más justo el entorno del mundo en el que vivimos?» (*94)

Pues, como afirma Alasdair MacIntyre, a quien cita Muñoz, el beneficio de los cuidados al otro —mucho mayor que el por otra parte más valorado beneficio económico— va más allá de la persona específica que lo recibe y repercute en el «bien común». En una línea similar, Leónidas Martín, miembro del colectivo Enmedio, en relación con los recientes atentados en la Rambla de Barcelona, reclama el dejarse afectar por el otro, actuar con solidaridad desinteresada incluso —sobre todo— cuando nos conminan a aislarnos en búsqueda de la propia seguridad (*95). Esos «pequeños gestos», como la gran entrega que lleva implícito el cuidado, son los que en su desplazamiento hacia el centro comenzarían a ir desterrando el malestar, o al menos parte de él.

Antikeres se completa con Anti-keres, un objeto artístico consistente en la recomposición por parte de Ancarola y Ximenez del catálogo que publicaron para celebrar la primera década de MX Espai 1010 —espacio creador y difusor de proyectos artísticos—. Este había sido recortado, fragmentado e intervenido por los artistas Asunción + Guasch. La reconstrucción de los fragmentos que remiten a toda una trayectoria artística funciona como una metáfora del cuidado. Otra reminiscencia mítica, a su vez, en esta ocasión del antiguo Egipto, con la diosa Isis recomponiendo y proporcionando cuidados a su hermano y esposo Osiris tras el despedazamiento de este por su hermano y rival Seth.

Una aproximación muy diferente al cuidado la encontraríamos en las fotografías que ilustran la instalación en diversos espacios de 24 hores de llum artificial (1998), del artista visual Domènec. Se trata de la realización de una maqueta de madera que recrea a escala real una habitación del sanatorio antituberculoso de Alvar Aalto en Paimio (Finlandia), construido entre 1929 y 1933. Un lugar diseñado específicamente para el cuidado, un hospital especialmente pensado a escala humana. Aalto pretendía, según sus propias palabras, una superación de la arquitectura moderna desde la que parte, reconduciendo la funcionalidad y el racionalismo que la caracterizan para llevarlos a una «humanización de la arquitectura» (*96). En las conferencias del arquitecto, el sanatorio aparece como un hito de los mencionados ideales y se subraya cómo la totalidad de los elementos fueron pensados para el beneficio psicofísico del enfermo: la iluminación, la ventilación, incluso pequeños elementos como los dispensadores de agua dispuestos en un ángulo tal que evitaran el «molesto» ruido del agua.

Domènec muestra con su maqueta el reverso de los principios de Aalto: la diáfana iluminación natural se transforma en la luz artificial permanente que rebota en la claridad del espacio y sus objetos; en un lugar sin ventanas, una claustrofóbica caja amueblada con los mínimos elementos —que recrean los funcionales y a la vez orgánicos diseñados por Aalto, pero despojándolos de su función— es dispuesta dentro de otra caja que aísla todavía más al visitante que se adentra en la habitación. El espacio es aséptico, pulcro, uniforme, y ha perdido todo rasgo de humanidad.

Con ello, Domènec pone de relieve el fracaso de los ideales racionalistas del movimiento moderno de la arquitectura respecto al que, como sostiene Martí Peran, ya se pronunciaban voces que apuntaban a la «interrupción de ese sueño y [...] la expresión de la conciencia explícita de la oscuridad que lo envuelve» (*97) en la misma época de las formulaciones de Aalto. Se diría que el mismo arquitecto era consciente del conflicto cuando afirmaba que «llegamos a una de las mayores dificultades que consiste en el hecho de que aparentemente el hombre no puede crear sin destruir simultáneamente» y advertía que todos los avances tecnológicos destinados a mejorar la vida del ser humano nos alejan de la naturaleza «real» (*98). Es lo que Aalto pretendía superar y Domènec pone sobre la mesa utilizando los mecanismos de lo siniestro —lo extraño que de repente invade lo que hasta ahora había sido familiar. De esta forma, frente al calor del cuidado, Domènec sugiere la frialdad de la institución.

Xavier Antich interpreta 24 horas de luz artificial como un palimpsesto, una reescritura del espacio clínico que todavía permite leer la expresión idealista de Aalto precisamente para dejar patente su realidad. (*99)

Del espacio doméstico como marco del cuidado (*100) hemos pasado al espacio institucional de la clínica para dar paso, a continuación, al espacio público como lugar de la memoria y el olvido. El artista multimedia Francesc Abad comparte con Domènec el compromiso crítico con la intervención institucional del espacio. Con Camp de la Bota, proyecto en continuo desarrollo iniciado en 2004, Abad realiza un trabajo de archivo consistente en la recopilación de fotografías, recogida de todo tipo de documentos y realización de entrevistas para recuperar la memoria histórica del lugar antiguamente conocido con el nombre que da título a la obra, un territorio que se extendía entre Barcelona y Sant Adrià de Besòs en el que se produjeron más de 1.700 fusilamientos durante la represión franquista, entre 1939 y 1952. En este lugar, el Castillo de las Cuatro Torres había sido construido durante la segunda mitad del siglo xix para controlar la lucha obrera de la zona del Poble Nou. Fue, asimismo, emplazamiento de barracas, un barrio levantado por trabajadores sin hogar, desatendido y sin las infraestructuras necesarias que la ciudad fue disgregando para dar lugar a los grandes acontecimientos de los Juegos Olímpicos, en 1992, y el Fórum de las Culturas, en 2004. Hoy, el territorio —conocido como el Fòrum, o Diagonal Mar— es una zona portuaria, comercial y hotelera en primera línea del mar que ha substituido la miseria y la represión por el turismo de lujo. El Monumento Fraternidad, con una dedicatoria a las víctimas republicanas del franquismo, una cartelera que expone brevemente la historia del Camp de la Bota y una placa en homenaje a los vecinos de las antiguas barracas recientemente instalada en el Museu Blau —antes Edifici Fòrum—, bajo iniciativa ciudadana, apenas dan cuenta de la compleja historia del lugar.

Con la colaboración de diversas instituciones y personas relacionadas con la historia del lugar, Abad reúne, ordena y reconstruye el pasado del Camp de la Bota para mostrar imágenes, documentos y audiovisuales en una exposición itinerante que ha pasado por diferentes ciudades, adaptándose en cada ocasión a las particularidades de cada ciudad y con la colaboración de colectivos autóctonos.

Si con Domènec el recurso del palimpsesto servía para poner de relieve una de las brechas que se abrían en el proyecto de la modernidad, en el caso del Camp de la Bota ha sido el mismo espacio público el que ha actuado como palimpsesto, tal y como observa el título del análisis que realizan Ivan Bercedo y Jorge Mestre del proyecto de Abad: (*101) la instalación de la publicidad en los espacios públicos de la ciudad y el discurso de la prensa dirigen nuestra mirada hacia el consumo y borran, de este modo, un pasado traumático que nada tiene que ver con sus aspiraciones, de carácter más lucrativo.

La recuperación de la memoria para la visibilización de aquello que el discurso hegemónico ha reprimido del pasado es también el tema central del vídeo La memoria interior (2002), de la artista, realizadora, investigadora y docente María Ruido, en esta ocasión mediante la reconstrucción de la historia familiar alrededor de la emigración laboral de sus padres a Alemania durante más de veinte años. La historia de muchos españoles durante la época del franquismo. Ruido emprendió un viaje a Alemania para investigar sobre el traslado de sus padres y durante más de dos años mantuvo en diálogo el presente y el pasado reciente.

El vídeo analiza la situación que vivió el estado español durante las décadas centrales del franquismo en torno a la migración económica mediante la elaboración de entrevistas, la exploración de la ciudad que habitaron los padres de la autora, la muestra de fotografías familiares y personales, elementos alternados con breves citas de Goethe, March Augé, Valerie Walkerdine, Chris Marker y Julia Kristeva acerca del ansia de conocimiento, la memoria, los conflictos de clase, la identidad y la extrañeza. El relato del propio recorrido familiar trasciende el acontecimiento particular para hacerlo devenir en «sujeto de la historia», para recuperar mediante la exposición de la propia experiencia la realidad histórica de tantas familias (*102). De este modo, la obra explora tanto las circunstancias sociales que condujeron al movimiento masivo de trabajadores como las consecuencias en sus vidas: el desarraigo, el sacrificio, las esperanzas frustradas, la sensación de abandono de los que, como la propia artista, quedaron atrás. En palabras de la autora:

«En La memoria interior (2000) yo tenía la esperanza de buscar en las imágenes la respuesta, poniendo sobre la mesa el tema del abandono de mis padres. Pero por mucho que remuevas, el dolor y las obsesiones siguen allí. [...] Creo que es importante lidiar con el trauma, saber que está ahí. A mí me han servido las imágenes como investigación personal, pero también para sentirme interpelada por una pantalla que me habla desde la subjetividad. Y hablar desde la subjetividad te permite ver que lo que te ha pasado a ti es muy probable que le haya pasado a alguien más» (*103).

La inserción de fragmentos del NO-DO de 1964 no solo sirve para enlazar esa historia individual con la colectiva, sino que además pone de relieve el contraste entre la narración oficial —la despolitización de la emigración por parte del franquismo, al presentarla como un fenómeno temporal y ventajoso para el progreso de la nación (*104) y la realidad de los emigrados.

En este punto, no podemos dejar de traer a colación la relación que establece Elsa Plaza entre la memoria subjetiva y la historia social. Siguiendo estudios de la psicología social, señala cómo aquella es guiada por la figura materna, cómo se construye mediante hitos biológicos y de la vida doméstica de carácter cíclico —nacimientos, ceremonias, defunciones— mediante los aspectos dignos de olvidar o recordar. Estos mismos patrones se dan también en la historia colectiva (*105) que es la suma de las biografías individuales y en la que estas se reconocen. A pesar de haber quedado las mujeres relegadas en la historia oficial, «al ser la figura materna fundamentalmente la que nos “enseña” a recordar (...) será ella la que nos dé las pautas para la construcción de nuestra historia, y para la inserción de esa, nuestra historia, en la historia social» (*106). María Ruido interpela a sus padres para reconstruir esta historia, y en particular se dirige a su madre enunciando sus propios recuerdos, afirmando su legado. «Nuestra historia [personal y social] es también la Historia», concluye de modo reivindicativo el ensayo de Ruido.

El artista visual Josep-Maria Martín transita también en sus trabajos con las experiencias individuales y colectivas al poner en relación diferentes subjetividades. En su obra es primordial la participación de colectivos de diversa índole, la colaboración de «ciudadanos de a pie», como la obra que recoge en esta exposición: Ciudadanos de a pie. 1974 (2013). Se trata de un proyecto de formato múltiple —taller, performance, fotografía, entrevistas, audiovisuales— con el que participó en la muestra «Ciudadanía & territorio» en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende en Santiago de Chile, cuyo objetivo era la abordar los conflictos de la sociedad global capitalista y encontrar sus brechas para proponer modelos alternativos para la sociedad (*107). Con su proyecto, Martín traza un puente entre el golpe de Estado en Chile de 1973 y la actualidad. El año del título de la obra remite al punto de inflexión entre dos regímenes políticos muy diferentes, los de Salvador Allende y Augusto Pinochet, con los cambios que se produjeron durante el primer año del golpe militar. Esta alteridad es el punto de partida que conduce a Martín a reflexionar sobre la diversidad sexual y la cuestión de género.

En esta ocasión, el artista contactó con el colectivo chileno MUMS (Movimiento por la Diversidad Sexual) para elaborar un taller de performancesutilizadas como herramienta para tratar las preocupaciones del colectivo, así como las individuales. Colindante al Museo de la Solidaridad Salvador Allende, una mansión conserva todos los vestigios de haber servido como recinto de detención y tortura durante el régimen militar. Allí se llevaron a cabo algunas de estas performances cuyos vestigios —además de la documentación recogida por el artista, la realización de entrevistas sobre las vivencias individuales de la diferencia— se sumarían al proyecto. La diversidad de formatos y materiales responde a esta defensa de la diversidad que el artista pone en diálogo.

Martín denomina el taller «Pasar al acto», expresión que toma de la obra homónima del filósofo francés Bernard Stiegler. El pensador se sirve de la misma para exponer cómo y por qué llegó a ser filósofo: fue a través de un paso al acto, el atraco de un banco que lo condujo a la prisión. Durante su reclusión, absorto en sí mismo y estudiando la obra de otros pensadores, fue como pasó a ser el filósofo que llevamos en potencia, cómo devino la potencia en acto. Es así como el paso al acto es una forma de transgresión. Pero, en lo que a la filosofía concierne, el paso al acto implica también una «neutralización de la acción» que daría paso a la reflexión, así como la necesidad de preguntarse por los orígenes. Se da ahí el principio de individuación según lo entendía Gilbert Simondon, el de un yo que únicamente cuaja con un nosotros, puesto que la colectividad implica diversidad; esto es: la individuación entendida en sentido político. (*108)

Lo que observamos en esta exposición es el documento, el testigo de aquellas acciones, talleres, conversaciones que practicaban ese mismo principio de individuación al mantener en diálogo la particularidad y la intimidad de los individuos con el colectivo, confrontando las expectativas y los traumas del presente con los del pasado. Generando, en definitiva, los procesos intersubjetivos que desencadenan el paso al acto.

La intersubjetividad, el principio de individuación en un sentido político, puede abordarse también como una constelación de individuos. En ello se basan las Constelaciones de la artista Eulàlia Valldosera, consistentes en dos audiovisuales: #1 Valentina y #2 Gemma, de 2003, que, como el proyecto de Martín, parten de talleres colectivos de «ciudadanos de a pie», esta vez con finalidad terapéutica. El trabajo de la artista consiste en la selección, manipulación y recomposición de los fragmentos de varias sesiones constelativas en las que introduce también la palabra para subrayar y traducir de un modo personal los elementos que intervienen en dichas sesiones. Al fin y al cabo, reelaborar, ordenar y reagrupar la información obtenida del objeto que se investiga —lo cual permiten de manera particularmente ventajosa los lenguajes audiovisuales y tecnológicos— es un proceso necesario para la asimilación, comprensión e interpretación del mismo.

El material así trabajado por Valldosera procede, como indicaba, de sesiones terapéuticas basadas en las constelaciones familiares, una técnica ideada por el pensador y teólogo alemán Bert Hellinger consistente en la celebración de sesiones colectivas en las que un grupo de personas, elegidas entre los participantes por el terapeuta, representan al paciente y a los miembros —familiares, sociales— del mismo. Este los sitúa en el espacio formando, de este modo, una constelación para que, seguidamente, se relacionen intuitivamente entre ellos y escenifiquen el conflicto a tratar, así como el resultado de la propuesta que el terapeuta realice para desanudarlo. Finalmente, el paciente ocupa el lugar de su actor. Su lugar en la constelación ha podido ser observada desde el exterior, y tras esta nueva perspectiva es resituado en la misma.

Este tipo de terapia se dirige al subconsciente del paciente, pero se trata de un diálogo en el que también intervienen los junguianos, los arquetipos colectivos, esos símbolos arcanos, procedentes del inconsciente, que se traducen en ideas, pautas y elementos compartidos por la humanidad a lo largo de los siglos (*109). Son los que permiten asumir a los participantes el rol correspondiente en la constelación a pesar de no contar con todos los detalles de la vida del paciente.

La relación entre individuos, entre objetos, y la repercusión psicológica y antropológica en el ser humano de dichas relaciones ha interesado a la artista desde décadas atrás. Así, ya con el audiovisual Objetos migrantes, de 1997, exploraba:

«[...] un mapa que mostrar a la diversidad de relaciones que solemos establecer con nuestros objetos. Un mapa de los lugares comunes, que nos guiara en el paisaje íntimo de cualquier casa. A su vez, esas relaciones abordaban una visión antropológica, etnográfica, sociológica e incluso psicológica de sus poseedores» (*110).

Se trata de relaciones trazadas de manera intuitiva, fuera de la lógica y el razonamiento, como intuitivo e igualmente significativo es el constelar de los actuantes. Con su montaje, Valldosera vuelve a establecer relaciones, señala de manera gráfica los vínculos, los contactos, los movimientos, los gestos y los procesos que tienen lugar en las sesiones de las que parte y en los que se descubren, como en los Objetos migrantes, resonancias antropológicas y sociales. Con ello pone en evidencia lo que podríamos denominar como las «relaciones ocultas» entre las personas.

Las constelaciones devienen una especie de ritual —la repetición simbólica de un acto significativo para dominar ciertos aspectos de la realidad y poder insertarlos en la cotidianidad— que desemboca en la catarsis—un alivio o purificación— de los participantes. Comer sardinas crudas por esos mundos de Dios (20122016), de la artista e investigadora Matilde Obradors, cuenta también con un carácter ritual. Se trata de una serie de performancesen las que la artista, elegantemente ataviada, come sardinas crudas en diferentes escenarios.

La acción tiene diversos significados: remite al propio malestar infantil, apaciguado con la ingesta del pescado crudo, acto increpado por la madre con el calificativo de «salvaje»; a la ceremonia del entierro de la sardina, con la que se regocijan los niños sin acabar de comprender qué simboliza el paso del carnaval a la cuaresma: de lo festivo a lo sagrado; «homenaje a la vida, a lo pagano, a lo sagrado y al dolor de los niños que no entienden nada (...) Un acto desesperado, hecho con sosiego (...) La cruda realidad, la cadena alimentaria, la sardina expiatoria» (*111). El ritual de comer sardinas remite, así, a los rituales religiosos, populares, a los sociales —los banquetes alrededor de celebraciones de todo tipo en los que ingerimos, elegantemente vestidos, variedad de fiambres—, a los privados —relativo a la infancia, en este caso. En efecto, el ritual engloba una pluralidad de tipologías y funciones que dificultan, como sostiene Antonio Ariño (*112), precisar suficientemente su significado para obtener un concepto científicamente operativo. Al considerarla «englobante y transversal», Ariño da por válida la famosa definición de Jean Maisonneuve: «el ritual es un sistema codificado de prácticas, con ciertas condiciones de lugar y de tiempo, poseedor de un sentido vivido y un valor simbólico para sus actores y testigos, que implica la colaboración del cuerpo y una cierta relación con lo sagrado» (*113), con reservas hacia la última parte de la definición: la sacralidad que dejaría fuera toda una serie de prácticas que por lo demás se englobarían en la noción de ritual —a no ser que lo sagrado fuera más allá de lo sobrenatural. De la definición destacaré, en este caso, el sentido vivido, el valor simbólico y la implicación del cuerpo. Es lo que hallamos en esa facción del arte contemporáneo que recupera su origen ritual. Como indica Laia Manonelles Moner, la performance que actúa como ritual comparte la premisa de este «sobreponerse a la angustia e iniciarse en el conocimiento de lo desconocido (...) tienen el mismo objetivo (...): traspasar sus limitaciones físicas y psíquicas» a partir de estructuras que ellos mismos crean (*114). Si bien el ritual de Obradors tiene como punto de partida un ritual personal, privado, pero vinculado no a las creencias mágicas o de la divinidad, sino a la compulsión de repetición —la tendencia a repetir actos y pensamientos dolorosos para el individuo que en las neurosis obsesivas se desplazan hacia pequeñas acciones repetitivas para combatir la angustia—, (*115) su recreación y la repetición, esta vez como una serie de performances, completa su sentido al incidir en la comunidad. De este modo, Matilde Obradors nos invita a recuperar ese estado «salvaje» de la niña devoradora de pescado crudo en lo que ello tiene de liberador.

La performance tuvo lugar, entre otros marcos, en la instalación «Lágrimas de sirena», en Cadaqués (2015), donde recoge una serie de acciones que evocan una vida estrechamente vinculada al mar, a la naturaleza, para visibilizar y concienciar del peligro que suponen esos residuos que dan título a su obra: las bolas de plástico que contaminan los océanos y envenenan la vida que contienen (*116).

A pesar de sus variantes, los rituales —incluyo aquí los que tienen lugar en el ámbito artístico— apuntan, como veíamos, a la introducción de cambios en la realidad; suelen comportar una catarsis, la purificación de aquellos elementos nocivos (*117) para el organismo tanto individual como social. Las performances de Martín en Ciudadanos de a pie tenían ese efecto catártico para sus actuantes, del mismo modo que la puesta en escena como repetición recreada en las constelaciones recogidas por Valldosera tenía la misma finalidad. La función terapéutica de la catarsis está de igual manera presente en La Feria de las Flores (2015-2016), de la artista visual Núria Güell, aunque sea por añadidura.

Güell fue invitada al Encuentro Internacional de Arte de Medellín 2015 (MDE15), celebrado en el Museo de Antioquia, un evento internacional que convocó a artistas de diversa procedencia para reflexionar sobre las transformaciones recientes de la ciudad, destinadas a modernizar sus estructuras sociales y urbanas, incidiendo especialmente en las derivaciones éticas de dichos cambios (*118). La artista decidió comenzar a investigar sobre la explotación sexual infantil. Contactó con instituciones que trabajaban con menores que han sufrido abusos sexuales o en riesgo de padecerlos, y contrató, mediante el museo, a cuatro colaboradoras para que realizaran una visita guiada a unos cuadros seleccionados de Fernando Botero que el artista había donado al Museo de Antioquia, pero refiriendo la iconografía de las obras a su propia experiencia de abusos sexuales y prostitución forzada. El audiovisual recoge fragmentos de las visitas que Yolanda, Valentina, Jade y Evelyn realizaron durante los meses que duró el proyecto, y expone además las reflexiones de las jóvenes en relación con la preparación del mismo y la experiencia que les supuso, sus dudas ante el proyecto, la necesidad de explicar y compartir su historia.

El título de la obra se refiere a una festividad tradicional de Medellín que atrae a numerosos turistas y proporciona, por tanto, cuantiosos ingresos a la ciudad. «Con el título me interesaba visibilizar la cara perversa de este evento usado para potenciar la nueva marca de ciudad “innovadora, progresista y cosmopolita”», informa Núria Güell, y recuerda cómo la flor es también una metáfora de lo femenino como objeto decorativo (*119). «En la Feria de las Flores es donde se venden más vírgenes», explica una de las guías. Tras el bullicio de la ciudad se hallan las problemáticas del consumo y el tráfico de drogas, la trata de personas, la explotación en la que participan las propias familias de niñas y adolescentes. Las afectadas son en su mayoría mujeres, silenciadas en la vida pública bajo el imperativo de belleza que las transforma en objetos sexuales, tal y como dan cuenta las colaboradoras del proyecto.

Las jóvenes reelaboran su historia a través de la interpretación de las pinturas, toman distancia de este modo para poder contarla, pero al atribuir su propio relato a las obras que comentan lo exponen al mismo tiempo como un hecho generalizado, en absoluto puntual. En una de las entrevistas, una de las guías comenta cómo su indiferencia inicial por el arte se va transformando en un profundo interés, pues en las obras reconoce su propia vida, halla en ellas una realidad que, por lo tanto, puede llegar también a los demás. El arte, precisamente, incita este acercamiento, la simpatía hacia los sujetos que expone porque nos reconocemos, de un modo narcisista, fácilmente en sus objetos (*120). Nos reconocemos, pues, en esas personas representadas en los cuadros que son testigos de la explotación sexual —así interpretan las guías algunos de los personajes de las obras— y sin embargo callan. Esta empatía es mayor si cabe que el testimonio directo de una experiencia traumática de la que podemos alejarnos, conscientemente o no, para evitar el sufrimiento. La paradoja consiste en el hecho de que con el arte estamos predispuestos a dejarnos penetrar, ya que de entrada lo tomamos como ficción, la cual proporciona por sí misma una distancia. Las pinturas dejan, así, de ser reclamos hacia la vista, mero entretenimiento costumbrista, para dirigirse directamente al pathos del espectador. El contraste entre lo que esperaríamos de la visita guiada a un museo y la realidad que se nos expone resulta de gran efectividad.

La reacción del público, explica Güell, fue diversa: de la incomodidad a la aflicción y la desolación más absoluta, e incluso la incrédula indignación (*121). El proyecto, así, incidió en una doble dirección: en la catarsis que experimentaron las propias afectadas (*122) al poder reelaborar, y con ello transformar, sus vivencias mediante las visitas guiadas; al poder comunicarlas y en consecuencia afectar —en la otra dirección— al público que entonces se veía obligado a dejar de ser cómplice del sufrimiento ajeno.

La obra tiene varias similitudes con el Mòdul d’atenció personalitzada (2002-2003) del artista visual, antropólogo y productor cultural Pep Dardanyà. También aquí un evento institucional sirve de marco para tratar la cuestión de la explotación humana. También en este caso participan, como colaboradoras contratadas, las personas afectadas para exponer ellas mismas su situación en lugar de ser, como es habitual en la tradición artística, sujetos de la representación; y el resultado es la interpelación directa al espectador, así como la asunción de responsabilidades por parte de las instituciones (*123). Y pese a que los relatos son testimoniales, reales, los artistas elaboran una especie de escenario que produce en el público —dadas las expectativas de ficción— un choque inicial que lo introduce —a no ser que lo rechace deliberadamente— de un modo directo en la realidad que se quiere mostrar.

Mòdul d’atenció personalitzada fue la propuesta de Dardanyà para la exposición en La Virreina (Barcelona), titulada «El cor de les tenebres» (2002), comisariada por Jorge Luis Marzo y Marc Roig, la cual tomaba como punto de partida la novela así titulada de Joseph Conrad, publicada en 1899 y que reflexionaba sobre el colonialismo del siglo xix bajo el marco de una expedición al Congo del protagonista. La referencia literaria a la explotación y las injusticias del colonialismo africano del siglo xix daría paso, así, a la reflexión sobre el neocolonialismo de inicios del siglo xxi. La propuesta de Dardanyà consistió en una instalación interactiva a partir de dos módulos de madera, un escritorio con sillas, iluminación integrada, fotografías, mapas y un dispensador de turno. En ella, los colaboradores, inmigrantes africanos, explicaban su propia experiencia, sus expectativas y dificultades, relativas al viaje que emprendieron a España, y contestaban las preguntas del público que los visitaba individualmente, por turnos.

La obra generó controversia, tanto por parte de la institución como de la crítica: por una parte, los cuatro colaboradores hubieron de ser regularizados para poder ser contratados por la institución cultural. Por otra parte, por el hecho de «exponer» personas procedentes de África, lo cual fue comparado a la exhibición exótica y morbosa de indígenas originarios de las regiones colonizadas por los países occidentales en las exposiciones universales de los siglos XIX y XX (*124). El artista recoge y hace alegaciones a estas críticas en su tesis doctoral (*125), exponiendo cómo pretendía provocar el choque efectivamente encontrado por la crítica, pero no para reforzar el etnocentrismo y el gusto por lo exótico propios del primitivismo de los siglos pasados sino, por el contrario, para recriminarlos. Recordemos que, en esta ocasión, las personas no son expuestas, sino que se les confiere un papel activo. Asimismo, la colaboración en el proyecto les supuso la regularización en el país de destino. Contrariamente a los individuos expuestos en los certámenes internacionales, no formaban simplemente parte de un espectáculo para caer a continuación en la explotación laboral y sexual. Como sostiene Juan Vicente Aliaga, con esta obra «l’experiència personal de cada un dels oradors es manté viva tot i el sobri experiment documental de Dardanyà. Ens recorda que l’altre no és un terme abstracte sinó una realitat humana palpable, pertorbadora, diària». (*126)

La instalación tuvo lugar dos años antes de la celebración en Barcelona del Fòrum de les Cultures, época en que el Ayuntamiento de la ciudad organizó toda una serie de eventos sobre la diversidad cultural. Tal y como el autor sostiene en su tesis doctoral, el Mòdul comparte con dichos eventos los temas principales, pero para posicionarse totalmente en contra, ya que aquellos no solo promovieron las políticas neoliberales y les dieron paso en las instituciones públicas, sino que eludían los conflictos de la multiculturalidad para ofrecer una versión edulcorada de aquella conjunción de culturas que ya se estaba produciendo (*127). Por el contrario, la obra de Dardanyà, «insumisa ante los discursos “oficiales”», en sintonía con la intención de la exposición en la que se enmarca su obra, reprueba el consumo de «culturas, personas y sociedades como si fuesen mercaderías». (*128)

Las acciones de las colaboradoras del proyecto Áfric-a (fem., sing.) (*129), elaborado entre 2008 y 2010, de la artista visual Pilar Millán, cuentan con una configuración más simbólica, pero no por ello menos efectiva a la hora de visibilizar realidades que, como en las obras que acabamos de ver, el discurso oficial suele mantener ocultas. Se trata en esta ocasión de un trabajo sobre la ablación genital en el que colabora el colectivo AMAM (Asociación de Mujeres Antimutilación), un proyecto que se inicia de forma plástica, mediante la creación de acuarelas a partir de los viajes al continente africano, la observación y la inmersión de la artista en la mitología del lugar. Tras un viaje a Mali, donde recrea plásticamente y mediante el audiovisual esos elementos que le han fascinado, conoce en Barcelona a la asociación de mujeres africanas contra la ablación y es a partir de entonces cuando convergen los intereses de la artista y Áfric-a (fem., sing.) toma forma.

Los diferentes componentes del proyecto —fotografía, videoinstalación, pintura— recuperan el mito fundador de los Dogon, en Mali, donde participan los elementos de la cosmogonía animista, esenciales también en esta obra: agua, tierra y fuego. En Dios de agua, obra aparecida en 1948, el antropólogo francés Marcel Griaule recoge el mencionado mito, según el cual:

«La Tierra está tumbada... y este cuerpo es femenino. Su sexo es un hormiguero, su clítoris un termitero. Amma, que está solo y quiere unirse a esta criatura, se acerca a ella. Se produce entonces el primer desorden del universo. En el momento que dios se acerca, el termitero se alza, le impide el paso y muestra su masculinidad. Ella es del mismo sexo que él. La unión no tendrá lugar. No obstante dios es todopoderoso. Abate el termitero rebelde y se une a la Tierra sometida a la escisión.

El agua, semen divino penetró entonces en la Tierra y los seres fueron modelados». (*130)

Con esta narración fundacional, según la cual los seres nacen con dos sexos, queda justificada la mutilación genital: se restablece con la misma la definición sexual del individuo. Griaule señala también la simbología de la vasija, referida a la matriz de la mujer así como, en su poder generador de vida, al universo creado. De este modo, el dios Amma habría creado el mundo con la técnica del alfarero. (*131)

Ante la realidad de la ablación genital femenina, Pilar Millán toma dos elementos principales del mito que la sostiene: el termitero y la vasija, para resimbolizarlos y elaborar un rito de sanación. Se trata de la construcción de un termitero de barro que, como el de la mitología Dogon, es mutilado para reconstruir con sus fragmentos, posteriormente, una vasija-matriz. Una primera fase de este proyecto tuvo lugar en Cataluña, donde Millán diseñó el termitero de barro que confeccionaría con las mujeres de AMAM. Una vez construido, lo cortaron con cuchillas para dejarlo secar al sol y cocerlo. La segunda fase de la obra se trasladó a Sevilla, donde los fragmentos de barro fueron reagrupados para formar una vasija de grandes dimensiones. El corte, la mutilación, puede ser regenerado en la creación del recipiente que opera como símbolo de la mujer renovada.

Agua, tierra y fuego son los elementos que intervienen tanto en la cosmogonía de los Dogon como en la obra de Millán: agua y tierra como materia generadora de vida; fuego necesario para la cocción de la mezcla. De este modo, complementa la acción ritualística la videoinstalación Les Éléments (2009), en la que observamos la danza de estos tres elementos, registrados durante los viajes de la artista. El aire, aunque no está incluido en su iconografía, es el que imprime el movimiento al resto de elementos, por lo que de algún modo está presente: mediante la banda sonora, haciendo crepitar el fuego, ondeando el agua, levantando la arena. El aire imprime ese movimiento, ese mensaje esperanzador de la transformación del termitero en la vasija. En palabras de la artista: «Lo dinámico como necesidad de cambio, de sacudir esas estructuras rígidas que permiten tratos vejatorios contra la niña o la mujer. El movimiento aparece ahora como capacidad común de esos tres elementos, la fuerza que fluye y que une». (*132)

Áfric-a (fem., sing.), como el resto de obras de esta exposición, genera reflexión desde lo simbólico de la creación. Un espacio mental necesario y previo al «paso al acto» al que se refería Bernard Stiegler y recuperaba Josep-Maria Martín con su obra Ciudadanos de a pie. 1974. Así como, según Stiegler, «el decir filosófico es necesariamente también un hacer [...] [y] la cuestión de la filosofía es en primer lugar la de la acción» (*133), las reflexiones acerca del malestar elaboradas de modo creativo en esta exposición, del mismo modo que las propuestas ritualísticas en las obras de Valldosera, Martín, Obradors y Millán, conllevan también el germen de la acción, cuando no una intervención directa, como hemos visto, en el contexto en el que han sido producidas.

Iniciaba este texto con una reflexión sobre uno de los escritos capitales de Freud para advertir sobre la necesidad de su actualización. Sin embargo, en el anhelo final de la obra, añadido un año después de la primera edición del libro, cuando ya planeaba sobre Europa la amenaza del ascenso de Hitler, Freud advertía que «sólo nos queda esperar que la otra de ambas “potencias celestes” (*134), el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?» (*135). Esta llamada al amor y a lo que este comporta —empatía, solidaridad, cuidado— se han visto como centrales en muchas de las propuestas artísticas presentadas en su articulación del malestar. El Eros que se da en la colaboración entre individuos, como colaborativos son los proyectos de Ancarola y Ximenez, Abad, Martín, Valldosera, Güell, Dardanyà y Millán, esquivando de este modo el individualismo del artista romántico que lo aleja de la realidad. Ese Eros alternativo a la explotación de los cuerpos que evidencian las obras de Pina, Millán, Güell y Ruido en esa modernidad contradictoria que observamos en los proyectos de Domènec, Dardanyà y Abad. El Eros que podemos comprender también como otras maneras de relacionarse, modos que, de hecho, ya son operativos, pero que son relegados a un segundo plano, como la ética del cuidado en la obra de Ancarola y Ximenez, como las constelaciones de Valldosera y la intersubjetividad de Martín.

Tània Alba Ríos

Licenciada en Historia del Arte por la Universitat de Barcelona, ex-becaria de Docencia e Investigación al mismo departamento (2002-2006). Profesora asociada del departamento de Historia del Arte en las facultades de Geografía e Historia y Bellas artes desde 2010, en las especialidades de estética y teoría del arte, arte moderno, y conservación de bienes culturales. Colaboradora del grupo de investigación GREGA, adscrito en la Universitat de Barcelona y el Instituto del Teatro.