La interioridad común del malestar

El mundo se nos presenta hoy como un lugar perma- nentemente dañino y amenazante, donde el miedo funciona como una pieza esencial de los mecanismos de control y vigilancia. «Por su seguridad, esta esta- ción —esta calle, esta ciudad, la red, su ordenador, su casa, su currículum— está dotada de cámaras de videovigilancia». El miedo no es tan solo esa produc- ción tan rentable políticamente del miedo al otro, sino también el miedo constante a no saber cuándo hay que parar, si podemos parar o las consecuencias de parar. Hemos pasado de que nos digan todo el tiempo qué hacer a que se nos diga que tenemos que hacer todo el tiempo. Movilización total. «No future» ha dejado de ser un grito desafiante para constituir un elemento que organiza la dinamización de la vida. «No future» hoy es no saber hasta cuándo nada: hasta cuándo un contrato siempre en riesgo de no ser renovado, hasta cuándo una relación siempre en riesgo de no funcionar, hasta cuándo un cuerpo siempre en riesgo de ser dañado, hasta cuándo una casa siempre en riesgo de tener que dejar si sube la hipoteca o el alquiler, hasta cuándo la sensación de no ser suficiente, de no hacer suficiente.

El dispositivo neoliberal del emprendedor nos conduce a concebirnos como sujetos que deben gestionar sus vidas como una empresa. Debemos marcarnos objetivos y metas claras y plausibles a los que aspirar —«usted puede ser cualquier cosa, basta con que se lo proponga»— y dirigirnos a ellos con tesón. Debemos calibrar las competencias de que disponemos, nuestros recursos y también nuestras inversiones en términos de capacidades, saberes, aprendizajes, pero también de redes de afectos. Esas redes forman parte hoy de nuestro capital, ya sea de modo cuantitativo: a más seguidores —en Facebook, en Instagram, en Twitter—, más capacidad de incidencia; o cualitativo: con quién nos relacionamos, qué nuevos contactos nos pueden facilitar, qué nuevas redes nos pueden abrir. Y todas las trabas y las dificultades que encontramos por el camino —porque no, porque en realidad uno no puede ser lo que quiera— se reinscriben en la lógica de la resiliencia, de la superación de uno mismo. El «Fracasa otra vez, fracasa mejor» de Beckett es hoy la máxima de Silicon Valley. Todo un suculento dispositivo se pone al servicio de recomponer esos fracasos «empresariales» reenviándolos a todo un conjunto de estrategias, tips, mandamientos del how to do it enunciados una y otra vez por el gurú de turno en el libro de autoayuda del momento. Toda una mercadotecnia de cómo transformar la infelicidad en felicidad, las crisis en oportunidades para crecer, para cambiar...

Y cuando pasa que quebramos, que nos rompemos, que no podemos, que nos caemos sin poder levantar- nos; cuando pasa que el cuerpo duele sin que podamos hacer nada, que la voluntad no responde a las consignas de «tú puedes», «debes luchar para salir de esto», «si no es por ti, hazlo por los tuyos»..., nos encontramos frente a todo un laberinto terapéutico en el que cada cual tiene su séquito de conversos. «Tienes que probar este tratamiento», «a mí no me funcionaba nada hasta que me topé con esto». Y vamos de una terapia a otra, de un método a otro, de una «nueva» técnica a otra, pensando que quizás esta será la buena, la que por fin nos proporcionará el alivio definitivo. De ese modo, pasamos de sentirnos como proyectos fracasados a enfermos con o sin diagnóstico en busca de algún tipo de cura para ese dolor físico o no, clasificado o no.

Si bien ese marco terapéutico constituye el flotador al que asirse para seguir adelante, en el momento en que la pregunta por el malestar se aborda en términos de cada cual, la batalla está perdida. El problema no está en cuestionar la verdad o la eficacia de esas respuestas terapéuticas; el problema es que, sea cual sea la terapia con que tratemos de curar ese malestar, este debe pasar por la grilla de la individualidad. Cada cual con su dolor. Ante una biopolítica que nos conduce y nos gobierna en términos de población, nos desarma- mos en el momento en que nos asumimos como caso, porque este va a ser transcrito en un conjunto de tér- minos que remiten a una subjetividad y a un cuerpo cuya única historia es biográfica y biológica, pero no política. Un caso siempre será susceptible de algún diagnóstico, algún tratamiento, alguna respuesta que explique el porqué de nuestro dolor, de nuestro sufri- miento. Se nos brindarán entonces todo un conjunto de herramientas —técnicas, pastillas— que deben permitirnos encontrar el modo de seguir adelante a costa de borrar la pregunta sobre las condiciones co- munes de ese malestar.

Necesitamos una nueva gramática política del malestar para poder nombrar los modos en que estas formas de vida nos hieren. Pero eso pasa por romper ese circuito cerrado que nos lleva del emprendimiento a la autoayuda y, en cuanto nuestra empresa quiebra, a la terapia. Es necesario salir de ese bucle que reinscribe ese malestar en términos individuales e impide nombrar cuáles son las condiciones de vida comunes que lo producen. Y para ello hay que volver contra sí misma esa biopolítica del malestar dejando de considerar los índices de suicidio, las estadísticas de depresión o ansiedad o el aumento de las tasas de enfermedades raras como meras contingencias del sistema para denunciar que son ellas las que revelan la verdad de unas vidas que no se dejan vivir.

Tenemos que poder reinventar el relato de nuestras pequeñas historias, dejar de contar nuestras biografías en términos de dónde nacimos, a qué nos dedicamos, si tenemos o no pareja e hijos o si nos gusta o no viajar para poder contar nuestra historia política. Sí, política. Porque los límites de lo que puede una vida son polí- ticos, porque ese miedo constante a no llegar a todo es político. Y si lo intentamos, nos daremos cuenta de que ni siquiera sabemos cómo empezar a hacerlo. ¿Dónde empieza una vida política? ¿Cuáles son los límites de su relato? ¿Empieza en los abuelos que dejaron la casa del pueblo a la que siempre soñaron volver? ¿En sus historias de guerra y de hambre mezcladas con batallitas de supervivencia? ¿En aquello de que «en casa nos obligaron a estudiar» porque ellos no habían podido —exacto, no habían podido—? ¿En los amigos que ahora se van porque aquí no hay manera de encontrar trabajo, «pero tranquilos, que hablaremos mucho por Skype»? ¿En las mujeres —sí, mujeres y migrantes— que cuidan de los abuelos o de los niños mientras el resto de la familia trabaja, quizás en precario y sin contrato fijo, y a las que «quisiéramos pagar mejor, pero eso del contrato es muy caro y la cosa está muy mal»? ¿En que te dé miedo pedir la baja porque, como el contrato es temporal, a lo mejor no te renuevan? ¿En la extraña cara que pone tu médico cuando le cuentas tus síntomas y médicamente no tiene respuesta porque las enfermedades raras —y todas las nuevas son raras— no se investigan y habrá que esperar has- ta que se muestren rentables para las farmacéuticas? ¿O en la sospecha sistemática de que todo lo raro, de entrada, es mental? ¿En los niños que vuelven a casa llorando porque en el cole les han pegado o perseguido hasta casa con insultos de retrasado o empollón o gordo feo —los clásicos—, o marica o bollera o marimacho—«pero eso es de siempre, cuando yo era pequeño también pasaba»—, o sudaca o moro —bueno ya, sí, la integración es difícil—, o «mira qué tetas y qué culo» o «no tienes tetas y no tienes culo» —«cariño, tú no les hagas caso»—, o porque no tienen el producto de moda que tienen todos —«vale mucho dinero, cielo», «pero es que sino, no me dejan jugar, mamá»—? ¿En los gru- pos de WhatsApp de padres donde lo que sucede en el aula y lo que hacen o dejan de hacer los maestros se convierte en un debate de La Sexta? ¿En la vecina que subarrienda el piso ilegalmente en Airbnb porque no llega a fin de mes y a la que no queremos denunciar pero «hasta el moño de que haya fiestas hasta las tan- tas todos los fines de semana»? ¿En la tienda de debajo de casa que cierra —«¡pero si era de toda la vida!»— porque le han doblado el alquiler y van a poner otro Starbucks? ¿En lo complicado que resulta moverse en la ciudad o simplemente ir a tomar algo en el momento en que, por la razón que sea, tu cuerpo no se mide con los parámetros de los demás cuerpos —sea porque es demasiado grande o demasiado pequeño, porque se mueve más lento, porque necesita de algún otro elemento para moverse o porque está atado al carro de un bebé—? ¿En el briefing —sí, en inglés todo suena menos dañino— donde se anuncia un recorte de plantilla y tú miras a tus compañeros calculando a quién debe ser más o menos caro echar por antigüedad? ¿O en la sensación de imbécil que sientes en medio de una nueva dinámica absurda de team building, pero sigues sonriendo porque sabes que, si no lo haces, entrarás en la lista de los poco motivados, los poco implicados o los poco comprometidos con el proyecto de la empresa? ¿En el asqueroso que en el metro se ha refregado deliberadamente contra ti al pasar? ¿En el aire contaminado que respiramos todos los días solo por vivir en una determinada ciudad? ¿En las sustancias puestas de más en tantas comidas para generar adicción y que comas más? ¿O en lo caro que resulta cuando te das cuenta e intentas cuidarte y comer bien? ¿En los tintes de la ropa deliberadamente de baja calidad para que se desgaste en pocos lavados y tengas que volver a comprar? ¿O en lo que sucede si miramos las etiquetas y googleamos el país de origen? Sí, podríamos seguir... porque desde cada vida, desde cada historia, se cuenta tan solo un pequeño fragmento de una historia co- mún. Pero es verdad, es difícil contar nuestra historia política, es mucho más fácil reducir esa historia a una sola palabra: Orfidal.

Espai en blanc

Espai en Blanc es un desafío. Una apuesta por el pensamiento crítico, colectivo y experimental.

Viernes por la noche del 13 de diciembre de 2002 en Les Naus, un centro social okupado desde hace años en Gracia (Barcelona). Actualmente ha sido ya desalojado y derribado. Aún hay obras en el solar… Trescientas personas se encuentran allí para dar el tiro de salida a Espai en Blanc.

Espai en Blanc es una apuesta colectiva de un grupo de personas que se proponen hacer de nuevo apasionante el pensamiento. Es decir, abrir un agujero en la realidad que no se defina por lo que ya sabe sino por lo que no sabe. Este agujero se abre en una brecha entre el activismo y la academia, el discurso y la acción, las ideas y la experimentación. Por eso es una apuesta a la vez filosófica y política.

A finales de 2015 Espai en Blanc aún existe. Ya son 13 años abriendo agujeros en la realidad por donde poder respirar. Conceptos, escritos, encuentros, informes, películas, investigaciones, publicaciones… Son algunos de los materiales con los que ha pensado y experimentado Espai en Blanc.

Las personas que han pasado y siguen pasando por aquí son muchas, imposible recogerlas en una lista. La mejor manera de seguirles la pista rebuscando en las publicaciones, acciones y enlaces de esta web. Muchos otros que no están ahí también nos han acompañado en estos años y aún hoy nos siguen alentado.

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