Rufino Mesa

Sobre el origen del acto creativo de la obra

Por Daniel Gasol

Dice la mitología que Sísifo, fundador y rey de Corinto, conocido por la promoción de la navegación y el comercio, era un mentiroso avaro, egoísta y muy astuto. De hecho, era tan astuto que Tánatos, dios de la muerte, cuando fue a buscarlo para llevárselo al otro mundo, lo encadenó, y eliminó así el acto de la muerte. No fue hasta que Ares lo liberó, y por tanto, bajo su custodia, que Sísifo murió. No obstante, antes de que Sísifo pasara al inframundo, le pidió a su esposa que no ofrendara el rictus tradicional a los muertos. Ya en el inframundo, Sísifo, viendo que su esposa no cumplía su palabra, pidió a Ares poder ir al mundo de los vivos para disuadirla, pero cuando tuvo que volver, realizado su objetivo, Sísifo se negó rotundamente hasta que fue doblegado por el dios Hermes.

Como castigo para engañar a los dioses y burlar a la muerte, Sísifo fue castigado a empujar, en el inframundo, una piedra enorme hasta la cima de una montaña. La piedra volvía a caer una y otra vez, y prolongó eternamente un trabajo perpetuo, inacabable, de expectativas e ilusiones estropeadas por un fracaso pronosticado y desesperanzador.

El compromiso de Sísifo para el resto de la eternidad con un trabajo eterno e inútil deja constancia de la voluntad del ser como un ente con propósitos que pueden estropear el conjunto social y personal cuando el objetivo de llegar a la cima se convierte en el único y principal objetivo. No obstante, en el contexto de la antigua Grecia, el mito parece tener la finalidad de aprendizaje de que engañar a los dioses y a la muerte es inevitable, y quien ose enfrentarse al dogma será castigado severamente, como en este caso, a partir de un castigo basado en la inutilidad de tareas que, obligadas a realizar, no llegarán a buen puerto. Empujar una piedra hasta la cima de una montaña teniendo consciencia de que se tendrá que volver a llevar a cabo el cometido no solo es desesperanzador, sino que somete el ser humano a un estado de malestar cotidiano que elimina los objetivos, el avance personal y el conocimiento de la lucha fracasada que, aun así, hay que llevar a cabo como forma de existencia.

Talmente, el paralelismo del mito con la actualidad es tan próximo como la condición del trabajador en su tarea inútil del trabajo como forma de existir, que lo obliga a determinar su cotidianidad en espacios laborales que condicionan su libertad de actuación y decisión, y arregla, incluso, el tiempo de ocio en espacios llamados vacaciones. El hecho más destacable del mecanismo y ordenamiento de un día a día condicionado es el hecho del trabajo como un elemento que ubica a la persona en una única vía de exploración de la vida personal y colectiva, en un destino con unos muros infranqueables que solo nos permiten avanzar o recular... Tenemos que trabajar, no hay otra salida, tampoco, en apariencia, otra opción, si queremos pagar el alquiler, la comida, el transporte... en definitiva, lo que entendemos por vivirmediante un único dispositivo que nos ha sido impuesto a partir de prácticas que someten a la ciudadanía en clases diferenciadas por órdenes sociales y económicos. Pero para persistir en el esfuerzo de la realización del trabajo como objetivo de vida hay que constituir miradas determinantes que pongan en detrimento otras formas de hacer y actuar que se señalan como no legítimas, que provocan estigmas psicosociales y rechazo hacia colectivos que acaban por escoger un ostracismo voluntario que pretende ser eliminado mediante, a menudo, la legislación política como una forma de orden.

En este punto, la situación de clase del obrero y el empresario, inmediatamente es condicionada por acciones comunes: el mercado laboral, el mercado de productos y la empresa del capital como forma de identidad subordinada.

Pero el hecho no acaba aquí... esta lógica aparentemente unitaria es la semilla de nuestros actos cotidianos que han sido condicionados por el orden legal, económico y por la especulación del futuro, una de las formas más popularizadas de continuar una batalla a partir de una ilusión que se ha ficcionado como forma de posibilidad de nuestra realidad. La estrategia, utilizada desde la antigua Grecia en batallas y conquistas victoriosas como forma de conseguir una mejor calidad de vida, se continúa perpetuando en mensajes políticos, fílmicos, mediáticos e incluso, como súmmum del cinismo, en productos en forma de taza que incluyen mensajes como «Nada es imposible», que evocan el escenario decorado de una realidad terriblemente maquillada que transforma en arengas los textos de actores que elucubran sobre un probable futuro. (*53)

Para poner de manifiesto el estado de hipótesis constantes sobre un futuro mejor que nos obliga a tener una actitud predispuesta al sufrimiento del camino, hacen falta ciertas motivaciones que sofoquen la necesidad de la revuelta colectiva, del diálogo interno y del espectáculo constante como elemento de ficción que parece trasladarse al presente. Esta forma de violencia se relaciona directamente con la hipótesis de Freud en el texto El malestar de la cultura (*54), en que el autor, basándose en Nietzsche (*55), afirma que la cultura sofoca los instintos primitivos del hombre y que, apoyándose en la represión, finaliza con la neurosis y el malestar constante como forma de vida. En relación con la actualidad, este prisma representa el antagonismo de lo que entendemos por «cultura» en una sociedad que deja entrever el valor cultural como un fenómeno positivo y destacable, y que hace de mecanizado en que la cultura parece ser la semilla de la bondad en la existencia humana, un estigma entorno a las humanidades que neutraliza el significado de «peligrosidad» que el acto creativo puede desprender al poder como marco de legitimidad y control.

En este punto, cabe destacar la relación entre las hipótesis de Max Weber en el inicio de su libro Estructuras de poder, en que declara «lo común en todas las formaciones políticas es el uso de la fuerza, lo que las diferencia es la manera y el grado en que se utilizan o las amenazas para utilizar dicha fuerza contra las demás organizaciones políticas» (*56). La afirmación no es poca cosa... de hecho, es terriblemente perverso pensar que las formaciones políticas tienen como eje común de actuación la fuerza, lo que implica el término fuerza como sinónimo de obligatoriedad. Aun así, hay que tener en cuenta las múltiples visiones en tanto que la comprensión y permisividad de la política al utilizar el régimen autoritario como mecanismo de actuación, lógica que en muchos casos pretende justificar varias actuaciones cuestionadas éticamente por una masa que acaba tolerando muertes humanas, torturas o una intranquilidad permanente que convierte la vida en una sumisión constante con que supuestamente tenemos que conformarnos. Así, pues, la derrota en forma de aceptación implica el estado permanente de sentir circunstancias depresivas cotidianas y aceptar este malestar como una forma de vida. Es por esta razón que los medios de comunicación y las narrativas de ficción se han adherido al conglomerado social de forma tan precisa, que la dependencia y necesidad que perpetuamos en forma de aplicaciones, series y otros formatos no parece ser nada comparado con el hecho de enfrentarnos a una vida «real» llena de injusticias, castraciones ideológicas y ahogamiento del ser. Se ha redirigido, por tanto, una de las formas más adheridas a la existencia del ser para ser ser: la decisión libre como fenómeno de existencia de sujetos que piensan, sienten y razonan.

Por otro lado, la virtud de sensaciones a la cual nos transportan estas narrativas, ni que sea desde la ficción y por tanto no vinculadas a una realidad aparente, han sustituido el fenómeno de la comunicación por el hecho de estar permanentemente informados, a pesar de que esta hipotética información no verificada se solape constantemente con otros datos no alcanzables (*57).No obstante, la creación como elemento que comunica con el espectro psicosocial y personal no se ha acabado de disolver o desactivar, lo que demuestra que la creación como método es intrínseca al hecho de existir, discurrir y percibir contextos o situaciones que nos obligan a explicar y compartir miradas y formas de cumplir con el propio yo. Justo es decir, desafortunadamente, que la creación como método o canal comunicativo que plantea inquietudes personales o colectivas intenta ser desactivada en sus formas de visibilidad y expresión mediante el proceso de institucionalización cultural, tal como O’Doherty indica en Inside the White Cube: The Ideology of the Gallery Space (*58). La hipótesis que cualquier obra, al entrar en un espacio institucional, se convierte en arte institucionalizado que legitima y corrobora la política del poder, supone asumir que la noción de fuerza no solo filtra y define qué es arte y qué no lo es, sino que se apodera de la creación como elemento que controla formas de pensamiento y actos que conforman líneas de creación artística que se acercan al posfordismo como método de producción. ¿Podemos afirmar, pues, que el funcionamiento político como método de definición de lo existente mediante la fuerza también ha traspasado la vía artística como elemento de expresión? Al fin y al cabo, la teoría del White Cube usa la autoridad política desde la institución para delimitar conceptos y formas que se elogian dentro de un marco normativo, y este mecanismo limita el movimiento de los cuerpos y los convierte en mediadores entre el poder y la existencia.

Sin embargo, desde el mundo del arte, valorar otras formas de relación con la creación como fenómeno de comprensión de contexto personal y colectivo que se alejan de engastamientos voluntarios de artistas que responden a una versión institucional del arte buscando «amparar» la cultura en espacios regulados de orden, que desactivan la verdadera naturaleza del hecho artístico, suelen ser invisibles como práctica y como lenguaje cultural. En este caso, Rufino Mesa (Badajoz, 1948) es un buen ejemplo para describir la voluntad de comprender el arte como una actividad intrínsecamente transformadora, entendiendo el hecho del trabajo como una herramienta aligeradora dada por un esfuerzo que no se basa en dinámicas de utilidad fordistas, sino en el acto creativo como hecho próximo a la naturaleza humana.

Rufino Mesa es profesor de fotografía, dibujante y escultor; cursó estudios de Historia del Arte en la Facultad de Geografía e Historia y Cine de la Universidad Rovira i Virgili, y obtuvo el doctorado en la Universidad de Barcelona el año 2006 con la tesis Anell de pedra. El autor centra su práctica artística en la escultura y la instalación, y comprende el acto artístico como una ofrenda y deuda personal con el artista, los demás y el origen humano, y determina que el valor simbólico del arte recae en el trabajo como una forma de relacionarse con el medio, y de forma mística y no por ello obviando el componente existencial, establecer cuidados cotidianos en las estropeadas situaciones con que nos enfrentamos y que conforman el recorrido de nuestra vida. En este caso, con tal de ilustrar el compromiso del artista con la existencia humana en un estado de racionalización extremada, la pieza Anell de pedra (*59) presenta un círculo de piedras en medio de La Comella,el paraje natural que contiene parte de las obras del artista, que evoca los símbolos universales que simbolizan un pacto que concluye en forma de instalación entorno a la reflexión, la desnaturalización y la necesidad de encontrar, desde el proceso creativo, un hecho transformador, lo que lo convierte en un acto performativo, con el fin de ganarse la sensación reconfortante de la relación entre hombre y naturaleza.

«Replicando las construcciones de los pastores de las montañas de Urbasa, de Andía, de Aralar, en 1976 inicié un trabajo efímero, sencillo y comprometido: una alianza en forma de anillo. Era una idea aparentemente sin gravedad, una acción para el consumo personal, la carantoña del viento en la contemplación instantánea, pero para mí fue el inicio de los anillos del pacto, un trabajo que posteriormente ocuparía parte importante de mi vida.» (*60)

Es así, mediante la reflexión e introspección personal y emotiva, como Rufino Mesa comparte obras que connotan, desde el primer vistazo, la valentía para mover una serie de volúmenes para ser organizados, descabezados, estructurados o vaciados, que quieren enseñar que la materia es el material y que el pensamiento conforma la obra. El acto poético del escultor representa el (re)volver a la esencia pura (*61),si es que alguna vez la abandonamos o es imposible deshacernos de ella, con tal de entender conceptos básicos como el de la propia vida, la forma de abordarla, la trayectoria que se recorrerá, que se ha recorrido y los hechos que marcan nuestro talante. Para el artista, la huella de su experiencia marca profundamente, como si de una cicatriz se tratara, su obra, que permuta entre la existencia mística de una sociedad en pérdida de valor constante y capacidad reflexiva, y el hacer creativo como un valor de relaciones entre la vida y el arte. Es esta revelación, en tanto que la consideramos revelación porque notifica de qué manera el ser humano vuelve al escenario primigenio natural como una manera de fuga de la realidad, la que el artista pretende compartir con el público, que es utilizado en algunas ocasiones para construir piezas que van más allá del acto escultórico. Es el caso de obras como Família (*62),en que un grupo de miembros de la misma familia son cubiertos por una estructura en piedra seca, sin ningún otro material que la piedra y su peso, que elabora un refugio de intimidad, de protección, de cobijo protector que devuelve a los individuos desde el interior a un espacio temporal de desaparición del antes o después de nacer, y se rompe en este caso la línea existente de división entre vida y muerte. En las cubiertas que elabora Rufino Mesa en Família, no solo ha hecho partícipe a un grupo de personas con tal de experimentar una sensación, sino que, a modo de rictus de vida, ha elaborado en varias etapas de la vida de esta familia, respectivas cubiertas: nacimiento, embarazo y matrimonio. Así, pues, el artista, que forma parte de la experiencia de vida de Silvia Itúrria, se transforma en un acompañante de la pareja, que celebra con esmero una ceremonia que conforma estratos de vida de los espectadores y que, convirtiéndose en cómplices vivenciales, los acompañan, al menos en la documentación obtenida, hasta su desaparición.

Así mismo, a partir del concepto de esconder lo que es personal e intrínseco, en la variante de todas las significaciones que conlleva el acto, Rufino Mesa empieza a mediados de los ochenta una serie de obras bajo el título Ocultacions (*63), en que el silencio no permite revelar ninguna palabra sobre el proyecto. Las circunstancias personales llevaron al artista a la renuncia de la presentación, y convirtió las obras en unos objetos íntimos, siendo generoso con el espacio que ocupaban. De hecho, y como indicativo, algunas de las obras que forman parte de este proyecto son de formato pequeño y mediano, para hacerlas posteriormente crecer con tal de introducirse en ellas, esperando aprender de lo que han creado sus manos y asimilando que siempre hay algo que huye y se esconde.

En palabras de Rufino Mesa, ningún escenario es más sugestivo y poderoso que el espacio de origen. Reflexionando, pudo comprobar que el hecho de ocultar por un mismo, y con generosidad hacia el contexto en que se encuentra, es una de las estrategias más comunas de los humanos. Los secretos personales más íntimos, que solo compartimos sabiendo que desaparecerán, escribiendo en la arena, hablando al viento o dejando nuestra huella en forma de jeroglífico para que nadie la pueda descifrar, convierten el ser en parte comprometida de la íntima clandestinidad, del hecho críptico y sibilino del propio yo, para acabar estableciendo una relación personal que nunca se juzgará y restará en la esfera personal para siempre mediante un compromiso.

«Siempre hay sombras en nuestras acciones, siempre ponemos a buen recaudo de la mirada de otros cuestiones que modifican sustancialmente el color del discurso. Esconder es un imperativo estratégico para extraer el valor necesario que pide la vida». (*64)

La necesidad de recogimiento del alma y de la toma de consciencia del vacío interior es lo que hace que Rufino Mesa realice obras que si bien, en apariencia, contienen una rudeza próxima al escultor de talante más clásico, resultan frágiles y delicadas en su contenido y lenguaje, e invitan al espectador a descubrirse ante la presencia de una hipotética nada.

El proceso personal de Rufino Mesa por y con la escultura demuestra como el arte en sí, en su proceso, planteamiento, construcción y fabricación, es curativo desde el estricto sentido de las humanidades y las dudas existenciales que se generen durante el recorrido de las experiencias de vida. En este caso, la instalación Glíptica, paisatges d’un autoretrat (*65) se convierte en una metáfora del ser como la más severa de las cuestiones existenciales. La instalación, formalmente, es un pequeño templo en que el espectador, mediante un pequeño recorrido, avanza al descubrimiento de una inmensa piedra con la que tiene que luchar para ver el cielo. Sostenida mediante una viga desde la base, la enorme piedra evoca la fragilidad y delicadeza del visitante, en tanto que comprende su figura como un elemento que se eleva al cielo y que se tiene que remitir al universo como parte de un conjunto del que él mismo es una pequeña parte.

Rufino Mesa es el artista que, como Sísifo, empuja una piedra para observar su labor de inutilidad; empuja volúmenes de forma aparentemente inútil, pero que con el tiempo y el proceso, le permiten aprender de la ardua tarea del existir y el sentir en un escenario de introspección personal. El artista tendría que aprender a descifrar, mencionando a Viola, el poder de transformación del arte en el yo individual para convertirlo en un proceso de curación (healing), crecimiento o plenitud, mediante la epistemología más estricta en el sentido del término, y no meramente desde la práctica estética. (*66)

“Lo que aprendí”
Todo lo que ahora soy, todo lo que ahora tengo, lo aprendí acumulando dolor en la búsqueda, movido por el deseo de aprender. Al camino recurrido le dejo escritas palabras de agradecimiento, aquí, bajo la sombra del pensamiento quedan ocultas para siempre.
Me pregunto, me respondo
Vivir en la pregunta, en la incertidumbre, en el desasosiego; estas han sido las causas que han fermentado mis respuestas. Hoy se encuentran tan encriptadas que no sirven para nadie, pero están ahí, las puse a recaudo del presente.

(Paisatges de la ment)

Daniel Gasol

Vive y trabaja en Barcelona. Es doctor en Estudios avanzados en producciones artísticas e investigación (2014), con la tesis «Arte emergente: creación en Barcelona» y máster en Producciones artísticas e investigación en la Universitat de Barcelona. Escribe en las revistas Arte y Parte y Bonart. Actualmente, combina su tarea como investigador y artista, desarrollando trabajos donde plantea la idea del poder, los medios de comunicación y la posverdad desde la cotidianidad narrativa.